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SALUD

Los hombres no lloran. Pero tal vez deberían.

A veces, no llega un hombre a terapia. Llega un sistema entero de responsabilidad que ha sostenido durante años. Carga con una casa, un divorcio, deudas, sus hijos, los hijos de ella, sus padres, su negocio y su reputación. Y en medio de todo ese silencio lleno de peso, ha olvidado que él también está vivo.

Así suena el dolor masculino cuando, por fin, alguien decide escucharlo.

A veces, no llega un hombre a terapia.
Llega un sistema entero de responsabilidad que ha sostenido durante años.
Carga con una casa, un divorcio, deudas, sus hijos, los hijos de ella, sus padres, su negocio y su reputación.
Y en medio de todo ese silencio lleno de peso, ha olvidado que él también está vivo.

Habla claro, calmado, directo.
No se queja.
No pide ayuda.
Él planifica, organiza, resuelve.
Sabe de negocios, de sistemas, de personas.
Pero cuando su cuerpo empieza a temblar, no tiene idea de qué hacer.

Cuando caerse no es una opción

Para él, el divorcio no es “el final de una relación”.
Es la ruptura de la ilusión de que se puede amar sin perderse a uno mismo.
Es la caída del único lugar donde podía mostrarse, aunque fuera un poco, vulnerable.
Es una traición.
No solo del otro.
Sino una traición profunda a mismo.

Nunca fue débil.
Nunca se permitió serlo.
Ni siquiera cuando se rompía por dentro.
Ni siquiera cuando el espejo le devolvía un rostro que ya no reconocía.
Se levantó y siguió.
Porque no había nadie más.
Porque si él caía, todo se derrumbaba.

Siempre fue el que sacaba a los demás de la oscuridad,
aunque él mismo se estuviera ahogando.
El que sostenía a todos, con nada más que pura voluntad.

Ahora viene a terapia.
No como un “paciente”, sino como el último bastión.
No buscando lástima.
No queriendo ser salvado.
Viene a ver:
¿Puedes soportarlo?
¿Puedes quedarte firme ante mi miedo, mi rabia, mis verdades – sin apartar la mirada?

Porque si te encoges,
si te ablandas,
si respondes con empatía de manual,
se va.
Y quizás no vuelva nunca más.

No pide mucho.
Solo una cosa:
Que estés.
De verdad.
Con firmeza.
Sin frases vacías. Sin consuelos forzados.
Sin sonrisas terapéuticas condescendientes.

En ese momento, no necesita a alguien que le diga que sus emociones “son válidas”.
Necesita a alguien que pueda sostener el peso, sin querer arreglarlo todo.
Alguien que escuche su rabia, sin cerrarse.
Que entienda que detrás del control, la estructura, la fuerza,
hay un niño agotado que nunca se permitió caer,
porque si lo hacía, todo el mundo caía con él.

No cualquiera puede sentarse con este dolor

Su vida no le permite “tomarse un descanso”.
No puede cancelar reuniones, ni detener su ansiedad con un botón,
ni simplemente “hacer menos”.
Mientras reconstruye su fuerza interior,
el mundo exterior le exige resultados, acción, soluciones.

Ahí comienza el verdadero trabajo.
No es ir al pasado.
No son cinco metáforas ni un ejercicio de respiración.
Es un instante de presencia real.
Silencio, sin diagnosticar el miedo como un problema.
Claridad, sin querer calmar a toda costa.

Una presencia que le diga:
Ya no tienes que cargar esto solo.

El terapeuta tiene que haber estado allí

Un terapeuta que no ha sentido esa presión,
se escuda en técnicas.
Analiza, ordena, clasifica.
Pregunta: “¿Dónde lo sientes en el cuerpo?”
Y justo ahí…
se cierra la puerta que estaba empezando a abrirse.

Pero alguien que ha pasado por ese mismo fuego,
que ha sabido lo que es vivir sin red,
se queda.
No para salvar.
No para explicar.
Sino para estar, de verdad.
Junto al hombre que nunca se lo permitió a mismo.

Por eso los psicólogos de crisis no son una moda.
Son quienes pueden sostener el dolor real,
sin romperse,
sin querer ser héroes,
sin convertir la sesión en un show de contención.

Saben lo que es rescatar a alguien
desde un lugar donde ellos mismos alguna vez estuvieron solos.

No sanamos con técnicas.
Sanamos porque alguien se queda.
Porque alguien se vuelve ancla,
realidad,
presencia,
el lugar donde un hombre puede, por fin,
no derrumbarse de miedo cuando alguien lo mira de verdad.

El camino de regreso no es rápido, pero es real

No se trata de volver a “funcionar”.
Se trata de volver a vivir.
De tener una vida en la que no haya que ser fuerte todo el tiempo.
Donde estar mal no signifique desaparecer.
Donde ser hombre no signifique ser una máquina.
Sino simplemente:
ser humano, con todo lo que eso implica.


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Entonces quédate.
Aquí hablamos como hombres que sienteny no nos avergonzamos por eso.

Los hombres no lloran. Pero tal vez deberían.
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