Cuando pensamos en la cultura occidental, solemos asociarla con la libertad, la igualdad y las oportunidades. Pero detrás de esta atractiva fachada hay una amarga ironía: el mito de que todos partimos de las mismas condiciones no solo genera sueños, sino también una presión que puede destruirnos desde adentro.
Cuando pensamos en la cultura occidental, solemos asociarla con la libertad, la igualdad y las oportunidades. Pero detrás de esta atractiva fachada hay una amarga ironía: el mito de que todos partimos de las mismas condiciones no solo genera sueños, sino también una presión que puede destruirnos desde adentro.
La idea occidental de que cada persona es un lienzo en blanco, con capacidad para lograr cualquier cosa, parece inspiradora. Pero oculta una mentira peligrosa: si todos supuestamente somos iguales desde el principio, entonces los que fracasan solo pueden culparse a sí mismos. ¿No tuviste éxito? No te esforzaste lo suficiente. ¿No lograste tus objetivos? Entonces, el problema eres tú, no el sistema, la biología o las circunstancias.
Esta narrativa no es casual. Sirve perfectamente a la economía neoliberal, donde el éxito se mide en cifras y los que se quedan atrás son descartables. Es mucho más fácil justificar este juego de supervivencia cuando estamos convencidos de que todos tienen las mismas oportunidades.
Nos enseñan a creer en el poder de las decisiones personales, pero a menudo sobreestimamos nuestro control sobre los resultados de la vida. Incluso si asumimos que el libre albedrío existe, las investigaciones demuestran que los occidentales son menos precisos al evaluar sus elecciones en comparación con otras culturas. Tendemos a encontrar las causas de los problemas en defectos personales, no en factores externos.
Esto nos lleva a otra trampa: si yo tuve éxito, ¿por qué otros no? Y si ellos tuvieron éxito, ¿por qué no yo? Esto alimenta el mantra del perfeccionismo, drenando nuestra confianza y llevándonos a una carrera interminable.
El individualismo nos enseña a asignar culpas. Juzgamos fácilmente a quienes tropiezan: adictos, personas sin hogar, quienes luchan contra la obesidad o están en prisión. Si tienen problemas, debe ser su culpa. Y nos juzgamos a nosotros mismos con la misma dureza, ignorando la complejidad del comportamiento humano y las circunstancias.
Pero la verdad es que el mundo es mucho más complejo que esa visión simplista de éxito y fracaso. Las personas no son máquinas que salen de una línea de ensamblaje; son seres complejos influenciados por millones de variables. Nuestro camino está moldeado por la biología, el entorno, las circunstancias y, sí, también por la voluntad.
Quizás sea hora de dejar de medir a las personas (y a nosotros mismos) únicamente por sus resultados. En lugar de eso, deberíamos mirar más profundamente: entender el contexto, las circunstancias y la historia. Aceptar que todos somos únicos y que nuestros puntos de partida no son iguales no nos hace más débiles. Nos hace humanos.
Y en eso reside la verdadera libertad: no en intentar ser alguien más, sino en tener el valor de ser uno mismo, con todas nuestras imperfecciones.
Este sitio utiliza cookies para ofrecerte una mejor experiencia de navegación. Al navegar por este sitio web, aceptas el uso de cookies.