Cuando estamos en nuestros 20 o 30 años, parece que el mundo está a nuestros pies. Creemos que podemos lograr cualquier cosa, ser quien queramos y, lo más importante, agradar a todos a nuestro alrededor. Esta dulce sensación de omnipotencia alimenta nuestras ambiciones y nos impulsa hacia ideales inalcanzables. Pero con el tiempo, la vida nos enseña dos lecciones que cambian fundamentalmente nuestra perspectiva: la decepción y la humildad.
Cuando estamos en nuestros 20 o 30 años, parece que el mundo está a nuestros pies. Creemos que podemos lograr cualquier cosa, ser quien queramos y, lo más importante, agradar a todos a nuestro alrededor. Esta dulce sensación de omnipotencia alimenta nuestras ambiciones y nos impulsa hacia ideales inalcanzables. Pero con el tiempo, la vida nos enseña dos lecciones que cambian fundamentalmente nuestra perspectiva: la decepción y la humildad.
La decepción es lo primero que irrumpe en nuestras vidas, a menudo de manera inesperada. Nos enfrentamos a una realidad en la que nuestros sueños resultan ser menos alcanzables y nuestros recursos, finitos. Esta decepción no trata de no poder lograr algo, sino de entender que no todas las posibilidades son infinitas. Resulta que no eres un superhéroe que puede estar en todas partes a la vez, conquistar el mundo y ganarse la aprobación de todos.
El sentido de elección absoluta también se desvanece poco a poco. Te das cuenta de que hay que hacer compromisos, elegir entre la carrera y la vida personal, el tiempo para ti mismo y las responsabilidades hacia los demás. Y cuanto más te aferras a las ilusiones de omnipotencia, más dolorosa se vuelve la decepción. Sin embargo, es precisamente este sentimiento el que te ayuda a crecer: te hace comprender que la infinitud que soñabas no era más que un espejismo.
Después de la decepción llega la humildad, la segunda cosa crucial que nos ayuda a madurar. La humildad no es derrota; es el reconocimiento de tus límites. Te das cuenta de que no puedes ser mejor que todos, y que no hay necesidad de competir con el universo. Aceptar el hecho de que no flotas en el aire, que eres solo una persona entre muchas otras, es lo que te hace más fuerte.
La humildad no significa que dejes de esforzarte por el éxito, pero comienzas a apreciar el proceso más que la meta final. Entiendes que la felicidad no es una cima que se debe conquistar, sino algo que se puede crear con tus propias manos, paso a paso.
Y aquí está la paradoja: cuanto antes te des cuenta de que la libertad absoluta, la juventud eterna y las posibilidades ilimitadas son solo fantasías, más rápido te acercarás a la verdadera felicidad. No la que requiere conquistar el universo, sino la que se construye con acciones simples: cuidar a los seres queridos, pequeñas victorias en el trabajo, reuniones amistosas y momentos de paz.
La humildad abre la puerta a esa felicidad, que antes parecía demasiado simple para ser valiosa. Pero en esta simplicidad radica una gran sabiduría. No todos lo entienden, pero aquellos que lo hacen, obtienen la armonía y la paz que no se pueden comprar con dinero ni encontrar en una lista de logros.
La decepción y la humildad no son enemigos, sino etapas esenciales del crecimiento. Al decepcionarte con tus fantasías y ser humillado por la realidad, abres el camino a algo mucho más importante: una felicidad simple, finita, pero real. Y si aprendes a aceptar esto antes, la vida se volverá mucho más fácil, placentera y, lo más importante, significativa
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